martes, 31 de marzo de 2009

ANA ROSSETTI


HASTA MAÑANA, ELENA

Una repentina ráfaga de aire deslizó con suavidad al telegrama por la mesa. Pero Elena no se inmutó. Su mirada permanecía fija en las cifras del calendario, y sólo cuando parecieron abrirse como flores de papel sumergidas en agua, parpadeó rápidamente para conjurar el llanto. No. No. No . Maldita sea, compórtate y no seas boba. De qué tienes miedo. Apenas hace tres días te jactabas de estar inmunizada por completo. Porque hacía tres días había ido a Madrid al médico y regresó muy orgullosa por haber bordeado la palaza de Olavide sin sentir la tentación de adentrarse en el barrio, de pasar siquiera delante de la casa donde tan inútilmente se obstinó en ser feliz. De nuevo el aire hizo un par de alas con los visillos y el telegrama tembló hasta colocar ante Elena su mensaje. Pero ella no aceptó la invitación. No era necesario leer un texto tan lacónico”Hasta mañana, Elena”. Sí, así de sencillo: hasta mañana. Después de casi dos meses ¡qué cara dura! Hasta mañana, 12 de Agosto, sábado. Y el 15, la Paloma, fiesta. Pero ¿no estaba de camarero en una terraza? Se habrá aburrido ya, seguro, o lo habrán echado. Y ahora está sin un duro y viene a ver lo que saca. Pero, claro, por qué entonces iba a acordarse de ti. Mira, no empieces, mejor bajas al bar, lo llamas y lo mandas a hacer puñetas. Mejor metes en el bolso el cepillo de dientes, un libro de la Highsmith, un recambio de bragas y te encierras en el parador a pasar el “week-end”, hombre, y que lo reciba su abuela. Mejor te tomas un güisqui doble de momento y te calmas. Abrió nerviosamente el congelador. La bandeja estaba tan fría que se le pegó en la palma de la mano. Pedro, qué quieres ahora, déjame en paz, eres odioso, por qué me has hecho esperar tanto.

Dame una tregua, había pedido ella, una tregua hasta septiembre. Se detuvo un momento en la puerta, un momento largísimo esperando quizá que él le cerrase la retirada, que su abrazo los reconciliara hasta el asalto próximo, que la suavidad de su boca derribara todas sus defensas. Pero si ella estaba cansada de tantos malos rollos, él estaba harto de tenerla como perenne testigo de sus desastres. Con qué argumento podría retenerla si encima la envidiaba. En realidad, Pedro hubiera querido tener las agallas suficientes para abrirse y escapar de ese recinto cada vez más sofocante, cada vez más minúsculo, cada vez más agobiado de rencor. Pero fue ella quien despejó el armario y las repisas y en su aturullamiento hasta se llevó uno de sus calcetines de deporte dejándole la pareja descabalada. Dame una tregua. Pero él no se movió. Apretó los puños dentro de los bolsillos y secretamente añadió una cruz a su lista de fracasos.

El grifo del fregadero soltó su chorro blando, como un tallo, y los hielos crujieron dentro de la cuadrícula y de desgajaron con un imperceptible movimiento. Elena eligió el vaso con la boca más ancha y entró en la alacena para buscar la botella de Dewar’s. En el marco de la puerta se escalonaban muescas, nombres y cifras. Al lado de una de ellas se leía: Elena, 1982. Entonces tenía diecisiete años. Su cabeza aún coincidía con la marca. Sin duda a los diecisiete años había dejado de crecer. Por fuera, claro. Porque ese fue también el año en que dejó la casa de sus padres y se marchó a Madrid.

HASTA MAÑANA, ELENA II

En otra situación Pedro se hubiera escaqueado y si el jefe se mosqueaba y le daba puerta, pues… mala suerte. Pero esto no era una ventolera suya. Ojalá lo fuera. Aparte de que últimamente tenía muy claro que debía ir de legal. Revisó una y otra vez las sobadas páginas de la agenda y giró compulsivamente el disco del teléfono. Qué fechas más chungas. A esas horas, todo el mundo estaba en la piscina. ¿Cómo avisar de que iba a despistarse tres días, por lo menos? Seguiría intentándolo una y otra vez. Bruscamente se volvió para aplastar el cigarrillo y el cenicero se volcó en la tapicería. Qué cerdada de casa. Si Elena volviese y se encontrase sus helechos como mimbres…

Elena reunió con la escoba los fragmentos del vaso. Llevaba una buena racha sin hacer destrozos; ya no estaba tan nerviosa. Los malos ratos pasados empezaban a diluirse y poco a poco, a medida que se apaciguaba, mejoraba su aspecto. Hasta el médico le comentó que la notaba más animada. Por favor, tenía que restablecerse, superar esa anemia que la estaba volviendo traslúcida como el alabastro, como una larva sorprendida en al mitad de su metamorfosis, como la tulipa que encendía su medusa sobre la mesa del comedor. En septiembre se reanudaba el curso y no le quedaba más remedio que salir del refugio, volver y tomar una decisión. Sí, necesitaría contar con todas sus fuerzas. Empujó al interior del recogedor la plateada escarcha del duralex. En la pila del fregadero, el hielo deshacía su celofán.

Lo llamaron de la clínica y él sintió una punzada tan aguda que lo insensibilizó para todo lo que no fuera ese dolor preciso y persistente. Salió de casa como un autómata. Ni se dio cuenta del trayecto hasta el hospital. Ni siquiera supo cómo llegó a la planta adecuada sin preguntas ni equivocaciones. Cuando le hicieron pasar se sentó frente a un doctor que le hablaba condolido, como excusándose por el estilete que le estaba clavando hasta la empuñadura. Pero Pedro contaba las tiritas de la persiana de arriba abajo y de abajo arriba y cuando, con un esfuerzo apartó la vista para mirar a su interlocutor sólo pudo dirigirla a una piedra roja que fulguraba en los dedos del médico. Qué horterada, pensó. Santo cielo, estaba allí mientras ese tipo le daba un golpe bajo y sólo era capaz de concentrarse en un anillo. Bajó a la calle a toda prisa, sin esperar al ascensor. Elena. Elena. No me he portado bien. Las sábanas están con dos dedos de mugre. Y eso que era nuestra tienda de campaña, nuestro tratado de paz. Pedro cruzó en rojo como una exhalación y aterrizó milagrosamente en la otra acera. Eran súper. Nos hacían ser ángeles y bestias, dulces y crueles al mismo tiempo. Tú nunca eras la chica lista ni yo el chico malo, porque ellas eran mágicas, pero ahora están de puta pena por mi culpa. No he podido salvarlas de toda esta mierda. Ahora son como serpientes enroscadas por la moqueta sucia. Y si vieras tus helechos… que están más tiesos que ni
Que fueran de escayola, Elena. Pedro entró en la oficina de telégrafos y rellenó el impreso como el que lanza un ancla confiando encontrara donde afianzarse.


Y por qué no iba a venir para decirle que había encontrado un chollo de verdad. O que se sentía muy triste sin ella. O que bueno estaba lo bueno y que se la llevaba a Madrid a rastras. ¿Por qué siempre nos ponemos en lo peor? Y aunque fuera lo peor. Por qué no podía venir a proponerle algún negocio fantasma, o a contarle que había encontrado a otra, o a llorarle porque estaba metido hasta las cejas en algún lío. Hay un sinfín de cosas malas o buenas mucho más probables. Por qué tendría que venir con la única misión de decirle: Elena, tienes que ser valiente… hay montones de casos que se resuelven bien… ten esperanza.

Joder, tío, si me dejas la moto no espero el autobús, me las piro ahora mismo. Igual me echa a patadas. Igual no me deja ni entrar. Pero tengo que decirle cuanto antes que la quiero, tío.

Elena entró con la bandeja mientras el último telediario resumía las catástrofes de al jornada. La cámara barrió con soltura coches agrupados como si fuesen de papel de periódico, parpadeos lívidos de patrulleros y ambulancias, mantas grises delatoras de los cadáveres que trataban de ocultar y una moto abatida como un patético antifaz carbonizado. Una colisión múltiple, para variar. Es que van a toda hostia. Despejó la mesita para colocar su cena. Hizo una bola con el telegrama, lo lanzó al cesto y se dispuso a disfrutar de la película y de a merluza en salsa. Pensó que iba a tener merluza para rato, porque definitivamente, Pedro no vendría. No sería tan urgente la cosa. Así que no le des más vueltas al tarro, porque no merece la pena. Todo el día esperándolo… Todo el día temiendo… come y calla, anda.



Hasta mañana, Elena
de
Ana Rossetti

es el número cinco de “CUADERNOS DE ARTUSA”,
colección de poemas y cuentos editada en Zaragoza.
Se imprimieron 500 ejemplares. Los 100 primeros
numerados a mano del 1 al 50 y del I al L, estos
últimos para suscriptores. En Zaragoza, un día de
abril de mil novecientos noventa.

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