Algunos murieron e incluso se habló de su muerte en voz baja, como esos secretos de familia que deben ser preservados, que no deben pregonarse en las plazas, que es mejor callarlos como un baldón o como una vergüenza arrastrada generación tras generación.
Murió tu primo Venancio, ahogado; no sabía nadar; se fueron una tarde de verano con unos compañeros de trabajo a una playa de la costa vasca y no volvió. Era un poco atrevido, no quería nunca ser menos que nadie ni quedarse atrás en nada, pero no sabía nadar.
Se reía como un niño cuando te veía nadar y bucear bajo las
márgenes de la orilla del río, pero nunca aprendió a nadar.
Tampoco Héctor aprendió a nadar, hacía trabajos varios, a salto de mata, de descargador en el puerto, un poco de todo. Era reservado, fuerte y paciente, nunca se metió en problemas, pero los años eran duros… había que sobrevivir. También, como todos, ejercía de furtivo de vez en cuando, a la que saltaba, truchas, cangrejos, alguna vez con los mozos, por cambiar y hacerse los interesantes, una rata de agua.
Tampoco tuvo tiempo ni oportunidad para aprender a nadar.
Cuando lo rescataron de las sucias aguas del puerto la sorpresa fue tremenda. Alrededor de la cintura, bajo la camisa y la chaqueta, llevaba oculta una merluza, una pieza considerable conseguida quién sabe por qué medios o artificios.
Su muerte fue objeto de rumores en voz baja y comentarios en el pueblo… pero no se pudo sacar nada en claro.
Los hombres se dividen en dos grupos, los que sobreviven y los demás, los ganadores y los perdedores, no queda claro quienes son los verdugos, pero sí las víctimas.
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