Este ultimo término, como la huerta de La Olmera, tenía para
la familia un sentido particular. Mi familia había heredado dos o tres
edificios en ruinas; dos de ellos habían sido viejos molinos harineros
en el cauce del río Zorita. El primero frente a la era de trillar, el
segundo frente a la huerta de arriba que todavía conservaba la planta
baja, donde se guardaba al fresco la cosecha de patatas y el tercero,
era "el molino de abajo", y para la familia "El molino indiano", que
todavía funcionaba para moler el cereal y conseguir la harina de cebada o
centeno para pienso de los animales.
Efectivamente,
allí había un molino de harina, explotado por el concejo, nada que ver
por lo tanto con un “trapiche” o molino de caña de azúcar, un “ingenio”
de los que se encontraban en Cuba. A saber cuál era el origen de
semejante nombre. Teníamos cerca una finca. Todo el lindero estaba
plantado de ciruelos de variedades distintas que ofrecían generosos sus
frutos cada año y que tenían para mí un recuerdo en particular. Las
ciruelas eran responsables de algún dolor de tripa cada año, pero el
lugar, con un arroyo alrededor de la finca, estaba también plagado de
zarzas y de espinos y guarda para mí un suceso doloroso de recordar.
Yo
tenía siete u ocho años. Montaba a pelo en una yegua que para mí tamaño
de entonces era enorme y no debía soportar demasiado a gusto mi ligero
peso, el azuzar de mis talones y
mis golpes en la grupa con las riendas. Yo iba al trote y al pasar
junto a la finca, la yegua bajó la cabeza y las ramas bajas de los
ciruelos me barrieron literalmente del lomo de la bestia y yo caí entre
las zarzas, los espinos y de los endrinos que también allí crecían con
abundancia. Aún me duele el recordar el episodio y no sé todavía si
fueron lo peor los arañazos o me dolió más la humillación y la indignidad de la caída y la vergüenza.
Lecciones de cosas, una vez más.
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